Por María Victoria Ferrer
Las primeras horas de la mañana suelen tener un sabor mágico, como aquellas masitas de mi abuela, crocantes, suavecitas, con aroma a hogar… Se pueden disfrutar despacito y en silencio… Abrí la puerta vaivén que daba al patio. Crujió con dolor. Hace tiempo que nadie iba a la casa.
Estabas sentado en un banquito chiquito, con la pintura verde un poco descascarada. Tenías pantalones cortos, una camisita que alguna vez fue blanca y la cara sucia de tierra…Chupabas un caramelo que sostenías con tu pequeña manito. Tu flequillo transpirado se pegaba a tu frente y me dijiste que te llamabas Pedro. Tenías ojos de soledad que miraban fijamente al gato color caramelo que daba vueltas enloquecidas en el tender del patio cubierto de campanitas de colores. El sauce por encima de tu cabeza se mecía al compás de la brisa matutina. De lejos se escuchaba una canción infantil que no lograba distinguir.
Te quise tocar la cabeza y no me dejaste. Huiste escondiéndola entre las piernas, con miedo.
Si hubiera sido la siesta, habría pensado que eras un duende norteño, esos que salen a amedrentar niños en el calor del verano.
Te habría llevado conmigo. Y habría limpiado con cuidado todas tus heridas, las de adentro y las de afuera. Te habría mostrado las buenas cosas, habríamos subido juntos a la calesita de la plaza de Alberdi, leído cuentos de países lejanos en la noche y habría llenado tu vacía panza con leche y amor, para que nunca más, nunca más, te hubieras sentido solo.
Te habría llevado conmigo. Pero no me dejaste.
Gracias Vichi. Me encantó la foto que seleccionaste
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