
Estaba yo, parada tras el gran portón de rejas negras en mi casa, con un abanico de papel plegado en mis manitos cual tesoro. Miraba el afuera desde la comodidad de mi hogar, pero con un dejo de nostalgia. Veo caminar una pareja, que comentan al pasar algo así como “qué lindo llegar a viejos, y locos, locos los dos”. Siento una canción de marcha a lo lejos, casi indefinida, imperceptible. La siento cada vez más cerca, y ahora siento también pasos, indicios de que claramente venían personas marchando. Me asomo un poquito más haciendo puntitas de pie, y como queriendo sacar la cabeza por entre los barrotes del portón, veo que en la esquina gira una parejita de ancianos, llenos de gracia, vestidos cual cosacos con gorros de piel imponentes y largos tapados de paño rojo en pleno verano. Se van acercando, y mis ojos intrigados siguen su marcha. Al llegar a mi portón detienen su marcha y un silencio corta la escena.
Voltean su mirada hacia mi y me preguntan en coro “¿Qué estás dibujando?”, yo sin saber bien, desplego mi papel ajetreado y húmedo por la llovizna de verano que nos estaba acechando, y les estiro mi dibujo, uno de mis favoritos titulado “Perfectamente imperfetos”.

Y en mi cabeza como una voz interna que me susurra,
oigo con eco repetidas veces la frase
“Y nunca dejes de dibujar, y nunca dejes de dibujar, y nunca dejes...”
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